Pese a las derrotas ante el cine, la televisión y las nuevas tecnologías, los cultores del teatro de títeres no se rinden y apuestan por dejar un legado para la infancia del país.
Los entrañables títeres, esas figuras grotescas que en sus historias asumen el papel de personajes avaros, codiciosos, ingenuos, encantadores, malandrines, poetas, farsantes o antihéroes; los mismos que hicieron vibrar a decenas de generaciones en todos los confines del planeta.
Los titiriteros, bohemios o no tanto, los aprendices de brujo, los fracasados en la vida real, pero reivindicados en la convención del retablo, los que a través de cualquier triquiñuela le daban la victoria al más débil o se tomaban la justicia en sus manos, esos que tenían y tienen la osadía de mostrar en sus farsas la utopía realizada, granjeándose el odio real de los poderosos; los mismos que debían —y aún deben— aceptar cabizbajos su gentilicio como insulto: ¡titiritero! Esos, títeres y titiriteros en nuestro país, habían perdido batalla tras batalla.
Primero frente al cine que irrumpió con fuerza en las ciudades y los centros mineros, donde alguna experiencia titiritesca había logrado germinar. Después ante la televisión —a partir de los años 70— que “trajo el entretenimiento al hogar” e indujo al abandono del tiempo compartido en comunidad. Más recientemente, frente a las nuevas tecnologías, que acercaron a cada individuo “la posibilidad de disfrutarlo todo… solo”. En definitiva, los títeres perdieron la batalla ante la “modernidad”.
Pero si de batallas se trata, ¿dónde están los rastros de dichos enfrentamientos? ¿Dónde quedaron registrados los caídos, los heridos, los desaparecidos? ¿Hay un memorial acaso o siquiera un epitafio?
Es que uno —por lo menos siendo titiritero de acá— necesita venir de alguna parte, tener raíces profundas, enorgullecerse de los que precedieron sus pasos y, a partir de una seña, un dato aislado, una referencia, se imagina un pasado glorioso, idealiza a sus protagonistas y convierte a los hechos irrelevantes en epopeya. Y en verdad el pasado suele ser más común, y pedir gloria a los que ya se fueron es un despropósito.
Qué tal entonces si, mientras alguien se sumerge en archivos y hemerotecas buscando las piezas que nos permitan armar el rompecabezas de nuestra historia, asumimos la humilde responsabilidad de dejar un legado para los que vendrán. Aun sea un legado sin gloria.
De esta manera en el futuro podrá leerse en algún pasquín virtual —por ejemplo— que en 2003 los titiriteros con sus títeres se tomaron un parque por asalto; que, antes de que vinieran las bestias a desalojarlos, descubrieron una duda profunda en los ojos de las abuelas, de las jóvenes parejas, de madres solas que pasaban la tarde con sus hijos o nietos: “¿Después qué?”. Claro, el parque no era un lugar de recreo para los niños (re-creo, creo de nuevo, invento), sino una escuela del consumo desenfrenado: gaseosas transnacionales, caramelos de contrabando, helados del otro lado de la frontera, chorizos nativos, etc. “¿Después qué?”.
“Señora, señor —decía un títere invitando a la última función— no pierda la oportunidad de compartir con sus hijos las más bonitas historias en el teatro de títeres”. Mientras duró la función, los ojos de esas mujeres abandonaron la duda y brillaron… mirando a sus wawas que se habían transportado a otros mundos.
Que títeres y titiriteros perdimos muchas batallas, es posible que sea cierto, pero todavía quedan muchas batallas por dar, al menos ese fue/es el compromiso que asumimos ese día que tomamos la decisión de dedicarle nuestra vida a los títeres, para darle a la patria un arte digno para su infancia.
Por: Grober Loredo/
Es gestor cultural y parte de Títeres Elwaky