Marina Núñez del Prado: el museo donde la piedra respira

Este 1 de agosto de 2025, en el marco de las celebraciones del Bicentenario de Bolivia, el Centro Cultural Museo Marina Núñez del Prado, dependiente de la Fundación Cultural del BCB, abrirá sus puertas para convertirse en un espacio de encuentro con la memoria y el legado artístico de la escultora de los Andes.

El regreso del espíritu de Marina

Bajo la luz suave del atardecer paceño, cuando el Illimani empieza a teñirse de oro y rosa, una casa-museo en la avenida Ecuador vuelve a respirar con el ritmo de las manos que la esculpieron. Después de años de puertas cerradas, silencios obligados y vitrinas apagadas, el Museo Marina Núñez del Prado renace con salas reimaginadas, rutas de memoria y una museografía que no solo exhibe, sino que invoca. No se trata de una simple reapertura: es la afirmación de una presencia. Marina vuelve, pero nunca se había ido.

La Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia (FC-BCB), custodio de este legado, ha preparado una exposición permanente que excede la idea de mostrar obras. Aquí no hay una línea cronológica rígida ni una vitrina estéril. Cada sala es un cuerpo vivo, tallado con el mismo amor con que Marina esculpía sus Madres cósmicas: con respeto por la materia, con intuición telúrica y con una vocación radical de belleza.

La casa que fue hogar, taller y archivo emocional de Marina y su hermana Nilda se transforma hoy en un espacio de recorrido sensible y profundo. En sus pasillos aún flota el eco de una quena, el murmullo del mármol tallado o la risa de una conversación entre mujeres que sabían lo que era resistir. La exposición, titulada ‘Marina Núñez del Prado, la escultora de los Andes’, nos invita a entrar no solo en su obra, sino en su mundo: en sus raíces, su proceso creador, sus vínculos, su rebeldía, su ternura.

Quien cruce ese umbral, no será un espectador pasivo. Será cómplice, testigo, heredero.

Primera planta: infancia, raíces y pensamiento latinoamericano

La primera planta del museo es una geografía íntima, un mapa del origen. Aquí no se inicia una biografía, sino un linaje sensorial. Al cruzar la primera sala, no hay una fecha en la pared ni una cronología impuesta. Lo que hay es un murmullo cálido, como el que emana de las casas antiguas que aún recuerdan la infancia de quienes las habitaron.

En las paredes, los retratos de sus padres —Sara Viscarra y Guillermo Núñez del Prado— custodian el aire como si no se hubieran ido. Entre vitrinas, estanterías y esculturas, se insinúa la historia de una niña que no aprendió el arte en los libros, sino en el ejemplo cotidiano de una familia donde la belleza era tan necesaria como el pan.

Su madre, que veía alma en todas las cosas, dejó la semilla de una sensibilidad que crecería como una espiral. Su padre, militar y artista, dibujante y jardinero, tallador de muebles y cultivador de rosas, era un hombre de contrastes —como lo sería su hija—, y supo enseñar que la dureza del mundo puede encontrarse con la delicadeza de una quena.

En este primer tramo, la casa museo no oculta su antigua condición doméstica. Al contrario, la pone en juego. El comedor, por ejemplo, no es solo el lugar donde la familia se reunía a compartir los días; es ahora un espacio expositivo donde la memoria culinaria y el mobiliario se integran con esculturas de torso femenino, máscaras festivas y platería antigua. No hay ruptura entre lo cotidiano y lo simbólico, porque en la mirada de Marina todo estaba imbuido de sentido.

Una sala entera está dedicada a sus hermanos, a la orquesta que su padre soñaba formar con ellos. Allí, las biografías familiares se despliegan como notas en una partitura. Guillermo, el pintor que obedeció al mandato paterno de estudiar ingeniería; Eduardo, el coleccionista meticuloso; Luis, el arquero que desafió el destino militar. Y, por supuesto, Nilda, la hermana inseparable, artista polifacética, joyera de manos diminutas y prodigiosas, que convirtió el metal y las piedras preciosas en pequeños universos.

Desde aquí, la exposición avanza hacia una sala que parecería ajena, pero que es, en realidad, el corazón ideológico del museo: Arte popular y el pensamiento latinoamericano.

Más que una colección, lo que aquí se muestra es una genealogía estética. Cerámica de Tiwanaku, máscaras festivas, objetos rituales e instrumentos tradicionales no son solo testigos del pasado. Son el núcleo espiritual y político de la obra de Marina. Esta sala no homenajea al folklore, sino que recupera una raíz que fue despreciada durante siglos por el canon académico. Marina —como Warisata; Mistral; o Vasconcelos— entendió que el arte no podía estar escindido de la tierra que lo parió.

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Aquí se recuerda un episodio fundacional: la visita de Marina y Nilda a la Escuela Ayllu de Warisata, en 1939. Allí presenciaron una revolución cultural viva, donde la educación, el arte y el saber ancestral se fundían en una práctica cotidiana comunitaria. Marina comprendió allí que el arte debía surgir de la tierra y volver a ella. No como ornamento. Como semilla de conciencia.

El pensamiento latinoamericano no fue una lectura académica para ellas. Fue un horizonte vital. Vivieron esa pertenencia desde la elección de sus materiales, la defensa de lo prehispánico, la reivindicación de la estética indígena, la participación en movimientos de arte comprometido, la militancia simbólica desde lo femenino.

Así, desde esta primera planta, el visitante comprende que lo que está por venir —la evolución escultórica, los periodos estéticos, los materiales y las formas— no se entiende sin esta raíz. Sin la madre. Sin la Pachamama. Sin Warisata. Sin el pensamiento latinoamericano que hizo de Marina no solo una escultora de formas, sino de ideas.

Segunda planta: el Semillero, génesis y evolución de su obra

Subir la escalera de la casa-museo es un gesto más simbólico que arquitectónico. El visitante no solo asciende de nivel: entra en el cuerpo secreto de la artista. La segunda planta no es una galería de exposición común. Es una inmersión en el proceso creador, en los materiales, en la búsqueda, en las dudas, en las decisiones. Es el lugar donde las obras no solo se muestran, nacen.

El recorrido inicia en El Semillero, el taller íntimo de Marina. Aquí no hay grandes esculturas ni bronces monumentales. Lo que hay es un paisaje de bocetos, moldes de yeso, greda aún húmeda, herramientas dispuestas como instrumentos quirúrgicos. Es un espacio contenido, casi sagrado. Marina solía trabajar sola. “Llamo a este estudio El Semillero”, dejó escrito, “porque aquí germinan mis creaciones”.

Lo que se despliega es un proceso de maduración interior, que puede dividirse en cuatro grandes períodos: musical, social, piedra y abstracto.

Las primeras esculturas de Marina respiran música. Talladas en cedro o nogal, recogen escenas de danzas andinas y músicos populares. Obras como Músicos, Las Cantoras, Kusillos capturan el sonido en la forma. La madera no es solo materia. Es resonancia.

En el periodo social su escultura se vuelve grito, resistencia. Mineros en rebelión (1944) es una obra monumental que anticipa la masacre de San Juan de 1967. Marina talló el sufrimiento y la dignidad. Su arte fue, aquí, voz de los que no la tenían. El arte fue testimonio.

Con la piedra encontró su voz más profunda. Talló en granito, basalto, ónix y piedra reconstruida. En la piedra, Marina encontró una espiritualidad ancestral.

La figura se disuelve en el periodo abstracto. Quedan las formas esenciales, las texturas, las energías. La abstracción en Marina no es imitación moderna: es síntesis andina. Cada pieza es una montaña, una mujer, una célula. Todo al mismo tiempo. La piedra no representa: es.

Tercera planta: universo femenino y Marina eterna

La tercera planta no se pisa. Se flota. Se asciende con el cuerpo aún atravesado por la materia densa de la piedra, pero ahora guiado por otra energía. Es como si, después del tacto con la tierra, con el peso, con la historia, el visitante accediera a un espacio de expansión. Un plano más sutil, donde lo femenino ya no es solo presencia formal, sino principio del mundo.

La museografía aquí lo sugiere con delicadeza: luces tenues, volúmenes generosos, atmósfera silenciosa. Y, en el centro, las Madres cósmicas. No están en vitrinas. Están en altar. La curva, el seno, el vientre, el círculo, la oquedad fecunda: todo en estas esculturas evoca el origen de la vida. Pero no como maternidad domesticada ni sentimental. Marina talla lo femenino como una fuerza universal, como estructura de lo real, como energía que ordena el cosmos.

No es extraño que sus esculturas recuerden montañas, lagos, piedras de Tiwanaku o vientres de mujeres indígenas sentadas. Porque en su visión, todo eso es lo mismo. Todo eso es madre.

“La maternidad en mi obra no es solo una imagen, sino un principio escultórico”, escribió. Esa frase guía esta planta como un mantra. No es un museo. Es un templo laico.

Una sección está dedicada a Mujeres al viento, esa serie donde las figuras femeninas no son estáticas ni hieráticas. Son cuerpos que se mueven con el aire, que se pliegan al impulso sin perder su solidez. La materia deja de ser obstáculo. Se vuelve danza. Se vuelve libertad.

Aquí, la escultura se convierte en manifiesto: ser mujer no es cargar con un destino impuesto. Es crear forma, transformar espacio, generar mundo. Marina no esculpió mujeres resignadas. Escribió con sus curvas una ética de la fortaleza silenciosa, de la resiliencia creadora, del impulso vital que sostiene la historia.

En esta planta también se recuerda la dimensión pública de su trayectoria. Su reconocimiento internacional, su exposición en Nueva York —lograda no por contactos, sino por audacia—, la visita de Eleanor Roosevelt, la condecoración con el Cóndor de los Andes. Pero todo eso aparece como lo que es: efímero. Lo esencial está en la obra. Lo esencial está en la piedra.

El recorrido finaliza con una sala abierta hacia el cielo. Desde sus ventanas, el Illimani observa en silencio. Siempre estuvo allí. Es parte de la obra. Es parte de Marina. Su silueta blanca dialoga con las formas de las Madonas, con los torsos de ónix, con las esculturas abstractas que respiran el ritmo de los Andes.

Por: Varinia Oros Rodríguez

Antropóloga y Gestora Cultural, es Museógrafa del Centro Cultural Museo Marina Núñez del Prado.

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