La Bolivia que intuyó Rubén Darío

El célebre poeta modernista dedicó una profunda reflexión al país, pese a no haberlo visitado, captando su complejidad geográfica, humana e histórica.

El poeta y escritor nicaragüense no escribió un poema dedicado a Bolivia, no circuló por sus calles coloniales de Chuquisaca o Potosí, ni se asomó a su imponente altiplano o conoció las ricas tierras de sus valles o llanos. Sin embargo, la Bolivia profunda no le fue ajena y le dedicó una significativa descripción.

Bautizado por el poeta francés Paul Fort como el ‘Príncipe de las Letras Castellanas’, Rubén Darío nació en Metapa, el 18 de enero de 1867 y falleció en León (Nicaragua), el 6 de febrero de 1916. Considerado el máximo representante del modernismo literario de la lengua española, ejerció además como diplomático, cultivando amistad con destacadas figuras de la literatura boliviana, como Ricardo Jaimes Freyre, con quien redactó en 1892 en Buenos Aires la Revista Latina y dedicó al diplomático boliviano Ascarrunz el célebre poema intitulado Á Moisés Ascarrunz y por sus hermanos muertos en el campo de batalla, incluido en el libro La revolución liberal de Bolivia y sus héroes, publicado en Barcelona en 1899.

De esta manera, difundimos un valioso texto de Darío, publicado originalmente junto a otros once escritos de autores bolivianos y extranjeros en el libro El hombre y el paisaje de Bolivia, compilado y editado en 1941 por Raúl Bothelo Gosálvez, entonces director del Departamento de Cooperación Intelectual del Ministerio de Relaciones Exteriores de Bolivia. Este texto fue posteriormente reeditado en la segunda sección del periódico La Razón, el 22 de febrero de 1942, así como en la segunda edición del mencionado libro, publicado como parte del primer volumen de la Biblioteca del Sesquicentenario de la República por la Dirección General de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, también bajo la responsabilidad de Bothelo, en 1975.

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Bolivia desmesurada

Potosí, antaño, era nombre de fábula, —Cólquida, El dorado, Ofir—, de la fábula estupenda que impregna de su luz maravillosa todo el Ciclo del Oro. Fue en una tierra de entrañas de oro donde Manco Capac iniciara una civilización; donde las gentes de España destruyeron el imperio incásico e implantaron su dominio en el alto y bajo Perú; donde Sucre consagrara a Bolívar el país nuevo que formara después de la victoria de Ayacucho.

Es hoy tan sólo un recuerdo Potosí; mas Bolivia sigue siendo uno de los países más llenos de riquezas de todo el continente americano. País, como todos los hispanoamericanos, encendido tantas veces por revoluciones y luchas entre hermanos del propio territorio y de su vecindad, ha sufrido las inevitables fiebres del crecimiento.

“Bolivia —decíame un boliviano de talento y carácter— es el país de los contrastes”. Y agregaba a tal afirmación: “Su topografía, su clima, sus producciones, sus monumentos y sus habitantes constituyen un conjunto de elementos tan heterogéneos que no parece que formaran parte de una sola nación. Quien ha viajado, no sólo por una sola región de Bolivia, sino por todo ese territorio, no puede menos de quedar pasmado ante la multiplicidad de cuadros, a cual más inconexos y curiosos, que le presenta este país. Ya se le ve aplanado por enormes mesetas que cansan los ojos con su perpetua monotonía y que ejercen en sus moradores una acción achatante que les singulariza por modo muy particular; ya está erizada por complicadas serranías y cordilleras, cuyos colosales picachos guarnecidos de eterna nieve, parecen gigantes embozados en túnicas imperiales de armiño, que contemplan en actitud monolítica la sucesión de los siglos; ya está horadada de valles profundos y sinuosas quebradas, donde se ven mil accidentes del terreno como las proyecciones de un cinematógrafo; ya bordado de praderas y selvas inmensurables, en cuyo seno bulle una vida activa y desbordante; ya está bañado por ríos larguísimos y lagos misteriosos como el lago Poopó y el legendario Titicaca, que guarda la poética tradición de los Hijos del Sol. La primera vez que recorrí Bolivia de extremo a extremo, me pareció ir por un país de ensueño. Viéndome en la árida región que mira al Pacífico, y ascendiendo a la altiplanicie andina, sentíame hastiado por la uniformidad del panorama que se desarrollaba ante mis ojos. Aquella sábana terrosa con un aspecto sepulcral, su frío, sus brumas, sus espejismos, sus pajonales y su silencio, se me antojaba detestable. Como el navegante que en alta mar no ve más que agua y cielo, yo, perdido en aquel océano de tierra, no veía más que la inmensa bóveda azul volcada sobre la inmensa llanura sin color. No se divisaba ni un arbusto. Yo deseaba ver cuadros más variados. Tenía la nostalgia de los árboles. La desnudez de la pampa, su serenidad, su quietud, su mutismo, infiltraban en mi espíritu un sentimiento de mortal desaliento. Aquella era una región exánime, maldita. Era la tristeza hecha tierra. Era la petrificación de la inercia y de la austeridad. ¡Y bien! Poco después me hallaba en el otro extremo de Bolivia. Estaba, según mis deseos, en la región de los árboles. ¡Qué árboles! Ahora eran gigantescos vegetales sembrados en el suelo, como soldados en ejército sin fin, los que formaban sobre mi cabeza una bóveda verde y fresca, bajo la cual caminaba semanas, días, meses. Ahora, ya más perspectivas limitadas y aburridas. Yo habitaba en palacios pletóricos de verdor y de perfumes. Y ya no me deprimía el ambiente de la pampa agria y sedienta. Los árboles, el suelo, el agua y el aire, eran hervideros de seres, laboratorios de energía, campos de una batalla fenomenal. Y de los árboles, del suelo, del agua y del aire, brotaba sin descanso la sinfonía intraductible de una vida fastuosa y triunfante. Pero al cabo, esto también me cansó. El árbol dominador, desmesurado, omnipotente, llegó a causarme empacho. Me hallaba como en una suntuosa presión. Deseaba que mi vista se explayase en horizontes más amplios, como los del Altiplano. Y tuve la nostalgia de la pampa. Y si antes ésta me había hastiado con su aire de tierra muerta, ahora sentíme también fatigado con el derroche de vida que veía en mí alrededor. ¿Pero cómo escapar? Este mar de verdura se extendía hasta el otro mar, hasta el Atlántico”.

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“Después visité otros puntos de Bolivia. Navegué durante largas temporadas por sus interminables ríos, descendí a sus hondos valles y trepé a sus vertiginosas cordilleras, y en todas partes continué admirando lo variado y caprichoso de esta tierra extraordinaria. Todo se opone en Bolivia; las ubérrimas tierras calientes al desolado Altiplano; el frío al calor, lo bello a lo deforme, lo miserable, lo miserable a lo rico. Sus mismos habitantes. El bravo y feroz aymara es distinto del quechua apacible; y ninguno de ellos es asimilable al bárbaro del Noreste o del Oriente boliviano. Y aun prescindiendo de los tipos autóctonos, en el mismo elemento criollo se notan profundas diferencias, como si en él estuviesen marcadas las anfractuosidades y relieves de su suelo desigual. Las poblaciones constituyen verdaderos extremos. Santa Cruz, ciudad tropical situada apenas a algunos cientos de metros sobre el nivel del mar con su color de zona tórrida, bordeada de una vegetación lujuriosa y poblada de tipo marcadamente español, es muy diferente de Oruro, población de clima siberiano, construida en medio de un desierto, a miles de metros de altura, y con habitantes en que predomina el tipo indígena. Escalonemos entre estos dos extremos las demás poblaciones bolivianas, y aun así se dará una idea neta de su variedad. Potosí es un pueblo encaramado sobre una gran serranía, y parece estar trepando al cono gigantesco de plata y estaño, que fue el asombro del mundo. La Paz, al contrario, está hundida en una hoya, y al verla del borde del Altiplano, hace la impresión de una ciudad acarreada en masa por un inmenso aluvión, al fondo de un precipicio: y el viajero se admira de que a nuestros antecesores se les hubiese ocurrido ir a edificar la ciudad más populosa de Bolivia en aquel estupendo agujero. A veces hasta en un mismo sitio hay aglomeración de elementos incongruentes, superposiciones extravagantes. Lo prehistórico se junta con lo actual. Lo gigantesco e imponente se codea con lo pequeño y vulgar. En Tihuanaco, la humilde choza del indio, está adosada a monumentos colosales, extraños, inmemoriales, obra de una civilización desparecida. Todo, pues contribuye a hacer de Bolivia un país lleno de curiosidades y rarezas. Hasta en su historia se ve la desproporción y la incoherencia. Su advenimiento a la vida nacional fue extraordinario. La misma guerra de la independencia que le precedió, se caracteriza por el desconcierto con que obraban sus caudillos. Nadie se subordinada a un solo plan regular y fijo. Todos obraban por su cuenta y riesgo. Y sin embargo, con elementos tan variados, se ha formado esta nacionalidad. He aquí la razón de que Bolivia sufra mayores dificultades que otras naciones para llegar a su definitiva constitución. El trabajo de integración de sus diversos componentes está aún por hacerse. La unificación de Bolivia, empezando desde lo físico, es más difícil que en otros países de estructura más homogénea y sencilla. Esos países con amplia salida al mar, y que constituyen agregados a los que es fácil el acceso de la ola inmigratoria, de la industria y del comercio, es lógico que se adelanten a este pueblo mediterráneo, que metido entre sus montañas, pampas y selvas de corte gigantesco, tiene que desarrollar una suma de esfuerzo mayor, proporcionalmente, que aquéllos para ir por el mismo camino. En realidad, es más bien sorprendente que este país, hecho con elementos telúricos y humanos tan contradictorios, aún se mantenga en pie. Quiere decir que acaso posee energías latentes, aunque dispersas, que le sostienen. Falta que esas energías se fundan y formen un solo bloque, capaz de ejercer una acción virtual fija. Hasta entonces la nación había parecido. Porque, al presente, valga la verdad, ella no existe en forma categórica y definitiva, como no existe en otros países, que no son sino conglomerados informes de cosas y de hombres que se rechazan, o ni siquiera se conocen. Bolivia sufre las consecuencias de la disparidad de sus factores étnicos y de la complejidad de sus condiciones geológicas. Es un pueblo aún no acabado de formar; y sólo el día en que haya realizado un trabajo de aproximación efectiva, de simpatía honda de sus componentes, habrá cumplido el ideal de los que la erigieron nación una, libre y soberana. Hay que decir que para eso se requieren varias condiciones. Desde luego, un buen vínculo de hierro que haga juntar el árbol con el yermo, la cordillera con la pampa, al aymara con el guarayo. Este día se acerca”.

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Tales conceptos y de quien conoce palmo a palmo su tierra, concluyen con una voz de esperanza. La opinión del doctor Jaime Mendoza está confirmada por la realidad actual. Bolivia progresa y se vigoriza; y están ya muy lejanos los tiempos de revueltas y satrapías famosas. Hombres de empresas prácticas y trabajadores de cultura se preocupan en la suerte de la patria. A la decadencia tan eficazmente expuesta en un libro cauterizante de Alcides Arguedas, libro aplicable, no solamente a Bolivia, sino a la América hispano-parlante, y en muchos de sus capítulos a todas partes, a la decadencia, ha sucedido una actividad salvadora, una reacción de vida.

“Hoy —dice el mismo Arguedas—, una nueva generación forjada al calor de generosos ideales decepcionada del poder de las revoluciones, escéptica del prestigio popular de los caudillos, llena de bríos, generosa, preparada, idealista, surge”. Así se complicarán mejor las palabras del acta de la Independencia, que dicen que: “los departamentos del Alto-Perú protestan a la faz de la tierra entera, que su resolución irrevocable es gobernarse por sí mismos”. Tal ha sido el espíritu de adelanto en paz y libertad, que ha animado a los últimos gobernantes de Bolivia.

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La mentalidad boliviana ha tenido siempre brillos, y varones de saber y de armonía han descollado desde los tiempos de la docta y pretérita Chuquisaca. Como en los tiempos de España brillaron Calancha, Escalona, Acevedo y tantos más, han animado luego las patrias letras, los Bustamante, Sanjinés, Terrazas, Blanco, Cortés, Vaca Guzmán, Ramallo, Mujía y muchos más.

Conocida es la notoriedad de los Aspiazu, los Ballivián, Baptista, René Moreno, Diez de Medina, Pinilla, y más que formarían una larga lista. Yo he tenido oportunidad de conocer a bolivianos de tanto valer como Julio Lucas Jaimes, caballero de antaño, ingenio de pura cepa clásica y colonial; a su hijo Ricardo Jaimes Freyre, mi brillante amigo en las primeras luchas de renovación literaria en Buenos Aires, noble poeta y rico de saberes amenos; a Francisco Iraizós, llenos de discreción y de cultura; a Moisés Ascarrunz, diplomático, cuyos mejores amigos fueron en España los poetas; a Franz Tamayo, cuya viril juventud está llena de sapiencia; a Arguedas, que va por el camino de los triunfos; a Joaquín de Lemoine, soñador y práctico, buen servidor de su país; al doctor Jaime Mendoza, en quien se revela en nuestro continente un nuevo y distinguido Gorki.

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El ferrocarril conquista el territorio nacional. Europa se acerca. El progreso entra por el Pacífico y por Buenos Aires. Se cuida de los bosques. Se hace oro. Se rehace patria. Se va a buen paso al encuentro del porvenir.

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Compilado por José E. Pradel B./

Cultura
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