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A propósito del oficio del bordador en bastidor

En talleres escondidos entre el ruido urbano, maestros bordadores resisten al olvido y la prisa moderna con cada puntada que encierra historia, identidad y devoción.

En la popular calle Los Andes, el ruido del tráfico se mezcla con el golpeteo seco del bastidor. La melodía de una popular morenada que sale de una vieja radio se entremezcla con el roce del hilo, el crujido de las lentejuelas y el zumbido tenue de una máquina de coser que envejece con su dueño. Don Alejandro —bordador desde hace más de cuatro décadas— trabaja inclinado sobre la tela, con una precisión que no le tiembla.

“La vista ya no es la misma”, dice, sin levantar la cabeza. “Pero el cuerpo todavía me obedece.” Tiene 67 años, manos curtidas, espalda vencida y un silencio que pesa tanto como el bastidor que usa.

“Yo empecé a los doce. Mi padre era bordador, mis tíos también. Aquí todos aprendíamos mirando”, explica.

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El bordado, en su mundo, ha sido cosa de hombres. No porque las mujeres no pudieran, sino porque el taller era territorio masculino: espacio de paciencia, secreto y prestigio. Un oficio heredado como se hereda el apellido o el taller, con jerarquía y respeto.

En una esquina, un traje a medio hacer descansa sobre una silla. Los peces ya están listos, falta el sol en el pecho. “Este es para un moreno que va a bailar en el Gran Poder. Me pidió que le bordara pescados, porque su abuelo era pescador. No todos entienden eso. Pero uno borda historias, no solo adornos”, relata.

En otro lado de la ciudad, en la zona Kollasuyo, don Freddy afina el filo de su punzón. Tiene apenas 32 años, pero ya lo llaman maestro. Aprendió de su tío, quien heredó este conocimiento a su vez de su padre. “Aquí bordar es como tener sangre azul”, dice bromeando. “Hay que merecerlo”, agrega.

Mientras cose una figura en forma de serpiente, explica: “El bordado no es cosa suave. Es precisión, resistencia, saber mirar. Horas sentado, luchando con el hilo. Por eso muchos se rinden”.

Él también ve el oficio en riesgo. “Antes había competencia, cada bordador tenía su sello, lo fraternos decían a mí me ha vestido el maestro Quisbert de Bordados Bolivia o de Bordados el Águila. Hoy muchos de los talleres compran plantillas. O peor hacen trajes tipo cotillón, colando a la tela con silicona: brillos, purpurina, lentejuelas, pedrería de fantasía y ya. Eso no es bordar, eso no es hacer un traje, eso es hacer un disfraz”, critica.

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En la pared cuelga una fotografía enmarcada: una tropa de morenos con trajes plateados que brillan como espejos. “Esos los hice yo —dice con orgullo—. Tardé casi tres meses, solo para las chaquetillas. Ahora, con el cotillón, eso lo sacan en una semana”. Mueve la cabeza. “Y se nota”, agrega.

Freddy no tiene hijos aún. “Y si los tengo, no sé si querrán esto. Ya no se valora igual. No hay tiempo para aprenderlo bien. Y a veces ni el cliente se da cuenta de la diferencia”, reflexiona.

Ambas historias revelan que el bordado no es solo técnica, sino un arte profundamente masculino en estas zonas, sostenido por linajes varoniles que transmiten el saber con severidad y orgullo.

Un padre enseña a su hijo, un tío a su sobrino, y el taller es espacio de formación, trabajo y conversación entre hombres. Y es que la tradición de bordar trajes de morenada no nació en vitrinas ni en libros, sino en talleres como estos, donde las manos hablaban más que la voz y el arte pasaba de padre a hijo como quien hereda un nombre o una deuda.

Pero hoy el linaje se corta. Muchos hijos han elegido otros rumbos. “¿Para qué vas a bordar si puedes estudiar ingeniería?”, dice don Alejandro. Y no lo dice con reproche, sino con una mezcla de resignación y certeza. “No es que me moleste. Pero esto se va a perder. Y nadie va a saber cómo se hacía un pollerón o una chaquetilla bien bordados a mano”, lamenta.

El bordador en bastidor, como figura, está en peligro. Su saber, que toma décadas en madurar, no se hereda automáticamente. Requiere atención, cuerpo, tiempo y disciplina. Y eso no se improvisa.

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La fiesta no comienza en la calle ni en el baile. Comienza en los talleres, donde el tiempo se mide a puntadas. Aunque la modernidad no espera y la lógica del mercado ha ido empujando fuerte: “Más rápido, más barato, más brillante”. Los saberes que tomaron décadas en perfeccionarse ahora se ven más amenazados por la prisa y el olvido.

Las políticas culturales hablan de “patrimonio vivo”, pero pocos entienden que ese patrimonio también envejece, también se jubila, también se muere si no se cuida. El bordador no es un decorador; él hilvana la memoria, es un traductor de símbolos, un mediador entre devoción y el cuerpo del danzante.

Cada hilo que no se enseña es una historia que se pierde. Cada puntada olvidada, un gesto que se apaga.

Y en un país donde se celebra la fiesta, pero se olvida al que la borda, preguntarse quién hereda la aguja se vuelve tan urgente como preguntarse quién toca la matraca.

Por: Varinia Oros Rodríguez/

Antropóloga y gestora cultural, Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia (FC-BCB)


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